La Navidad es oscura en Haití
CARMEN MORÁN (ENVIADA ESPECIAL) - Puerto Príncipe - 26/12/2011
Una hoja en la pared del hospital General de Puerto Príncipe anuncia una conferencia: "La diferencia entre el dolor y el sufrimiento". El dolor va a cumplir ahora un año en Haití, pero el sufrimiento parece que llegó para quedarse. La capital es como una inmensa escombrera que está fosilizándose entre regueros insalubres, basura y carteles electorales de donde saldrá el relevo presidencial, pero los edificios gubernamentales siguen con las cúpulas hundidas como si fueran de merengue y todo el papeleo burocrático está aún en barracones de plástico.
"Existen todas las condiciones para que se propague una epidemia"
Casi 12 meses después del terremoto, si Puerto Príncipe fuera una casa, nadie daría un duro por reconstruirla, la echarían abajo entera y empezarían por los cimientos. En todo caso, nadie tiene un duro ni para lo uno ni para lo otro. El caos del tráfico deja una polvareda irrespirable que blanquea los platanares, se cuela en las cacerolas de los fogones a pie de carretera, nubla a las vacas escuálidas y a las cuatro cabrillas que ramonean y no hay forma de averiguar de qué color son las pelucas colgadas en un puesto ambulante al lado del camino. Desde octubre hasta ahora, el hospital General de la capital ha contado 20 muertos por el cólera y atendido a 2.500 enfermos. Así recibieron los haitianos la Nochebuena.
-¿Se está frenando la epidemia?
-No puedo hablar por todo el país, pero en Puerto Príncipe yo diría que sí. Al principio llegaban 10, 30, 45, 70 enfermos. Ahora esa curva ha empezado a caer".
El director ejecutivo del hospital Universitario de la Universidad Estatal de Haití, Alix Lassègue, menciona con dignidad el centro en el que trabaja. Se le nota cansado de promesas. "¿Qué necesitamos? Díganme cómo van a financiarlo y yo les diré qué necesitamos. Por supuesto, medicamentos y material".
Pero donde no llegan las ayudas oficiales por fuerza ha de hacerse hueco la caridad. Y por suerte. El jueves, Mensajeros de la Paz repartió su cargamento de medicinas, ropa y chucherías entre centros sanitarios y campamentos donde conviven cientos de niños de todas las edades.
La furgoneta de la ONG española frena en la cuneta. Allí mismo está el director administrativo del hospital Psiquiátrico Mars & Kline, entre el polvo blanco, con su maletín y unas gafas de sol. Louis Gerard Papillon, que así se llama, conduce a los voluntarios, capitaneados por el padre Ángel, hasta el centro. Él sí tiene peticiones bien claras, con proyectos y presupuesto en la mano: 400.000 dólares, para que en el centro haya al menos unos cuartos de baño y los internos no tengan que lavarse en el patio, en un barreño de plástico.
"No hay intimidad, esto es urgente", dice Papillon. Nada distingue el pabellón de las mujeres del de los hombres: las mismas paredes mugrientas y desconchadas, los somieres sin colchón (están al sol durante el día por el cólera) y nada más, nada por ningún sitio. Indescriptibles las letrinas, como si uno estuviera delante de unos antiguos calabozos construidos a toda prisa en tiempos de guerra y abandonados durante años.
Es Navidad y los familiares han venido a recoger a sus parientes para que pasen unos días en casa, por eso solo quedan seis internos: la mujer desnuda que come arroz con las manos en una estancia vacía; el que sestea en un cuarto de cinco camas que más bien parece un garaje, y algún otro en el comedor y en el patio.
El archivo también parece sacado de una película de época. Miles de papeles amarillentos apilados en los estantes; el dispensario de las medicinas, un metro cuadrado de pura desolación. En el centro psiquiátrico hace falta una ambulancia, "pero preparada para la enfermedad mental, no sirven las ordinarias", señala el director administrativo.
En el último mes se han muerto cinco internos de cólera. Y ahora hay brotes de violencia en el suroeste del país, con más de 40 muertos. Se acusa a los brujos del vudú de extender la enfermedad con malas artes. "No podemos politizar esto ni buscar culpables, Haití tiene todas las condiciones para que se propague una epidemia como esta", contesta Papillon cuando se le pregunta.
El padre Rafael, también de Mensajeros de la Paz, haitiano, dice que las tiendas de campaña donde viven aún un millón de personas estaban pensadas para durar seis meses y van casi 12, así que su aspecto es el de un campamento en ruinas. A pesar de ello, entre las carpas, los niños echan a volar cometas, parece que con alegría. Llega un coche con extranjeros y una nube de chiquillos y adultos lo rodea al poco pidiendo algo, lo que sea. Los demás, cientos de desocupados sentados al borde de la carretera, miran dentro de la furgoneta. Miran, y ya está.
"Esto no lo arregla una ONG ni ciento, esto es cosa de los políticos, no podemos hacer el alcantarillado, por ejemplo", se queja el padre Ángel. Ni siquiera las grandes cajas de chucherías y camisetas que reparte en el campamento llegan para los más de 400 niños de todas las edades que se amontonan alrededor de los repartidores.
La caridad no da abasto. Mensajeros de la Paz ha instalado en ese campamento 50 casas de madera que tienen un aspecto estupendo y el padre Ángel recibe, en plena visita a Haití, la noticia de que habrá financiación para otras seis. Unos kilómetros más allá, el centro de día de la ONG es un oasis en el camino, una casa con árboles frutales, cocina, salón y patio donde una docena de ancianos pasa cada día unas horas para comer, bailar... Por la tarde llegan los niños, también con actividades programadas.
Pero no es más, ni menos, que eso, un oasis en un país donde los únicos negocios que parecen tener aspecto boyante son los de las excavadoras. A allí donde no llegan la justicia ni los derechos, las ONG abren un hueco para la caridad.
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