Los internos del principal hospital psiquiátrico de Puerto Príncipe viven en condiciones infrahumanas
EL PAÍS, FRANCISCO PEREGIL (ENVIADO ESPECIAL) - Puerto Príncipe - 31/01/2010
Un adolescente pasea desnudo por el hospital Mars & Line, de Puerto Príncipe, uno de los mayores centros públicos de Haití para enfermos psiquiátricos. Otros jóvenes dejan pasar la mañana sentados tras los barrotes de sus celdas. Este hospital siempre sufrió escasez de medios, según sus propios responsables, pero ahora parece una perrera. Tras la catástrofe del 12 de enero varios ingenieros determinaron que el edificio no ofrecía la seguridad suficiente para albergar a sus 80 internos, así que los familiares se llevaron a los enfermos a sus casas o a la calle, que es donde duerme buena parte de la población. Pero ocho de los internos no tuvieron más remedio que quedarse bajo los techos en ruina, porque no tienen a nadie que los reclame.
Son siete hombres y una mujer, casi ninguno mayor de 30 años. Desde las seis de la tarde hasta las seis de la mañana, no hay ni una vela que los alumbre. Ninguno grita, ni se inflige daño, ni ataca a los visitantes, ni llora, ni ríe, ni habla con nadie. Si alguno de los más de 50 temblores que ha sufrido Puerto Príncipe tras el gran terremoto hubiera afectado al edificio, los enfermos habrían quedado atrapados en unas habitaciones cerradas como si fueran calabozos.
El hospital dispone de dos psiquiatras, un psicólogo, 12 enfermeras, un administrativo y varios vigilantes. El psiquiatra Normil Franklin y el psicólogo responsable del centro Eseulson Èlisee, de 30 años, reclaman ayuda internacional. "Necesitamos comida, agua, ropa, tiendas de campaña, un generador, gasolina, camas, medicamentos... Si vienen psicólogos o psiquiatras serán bien recibidos. Pero sobre todo, necesitamos al menos tres automóviles. Hay compañeros que no acuden a trabajar porque no pueden costearse el transporte. Y nosotros no tenemos medios para traer a los enfermos que hay ahora mismo en las calles", indica el psicólogo Eseulson Èlisee, responsable del centro.
Ni el psiquiatra Normil Franklin, que lleva tres meses trabajando en el centro, ni el psicólogo al mando del hospital, conocen el nombre de ninguno de los pacientes. Cuando se les pregunta por qué encierran a los enfermos con candados, el psiquiatra responde: "La relación entre ellos es problemática".
Los camastros son de hierro. Sobre algunos hay una especie de colchoneta mugrienta de gomaespuma. Pero la mayoría no tiene ni eso. De noche no hay luz eléctrica. Los internos comen dos veces al día y no suelen hablar con nadie. El vigilante es el único que parece conocer la historia de algunos de ellos. "Ése de ahí le pegaba a la madre, aunque él dice que no. Ése de allí se lo llevaron después del terremoto, pero lo han tenido que traer porque se ha puesto peor", comenta. En teoría debería haber ochenta camas, tantas como enfermos había antes del terremoto, pero las cuentas no cuadran. Apenas se ven unas 40. "El resto dormía en el suelo", añade el vigilante.
En el jardín de entrada al psiquiátrico ahora hay unas cien personas sin hogar que han instalado allí sus sombrajos. Fuera, polvo y escombros.
Veinticinco kilómetros al nordeste de Puerto Príncipe, en la localidad de Beudet, existe otro psiquiátrico aún más grande. El terremoto dejó en ruinas dos pabellones y 80 enfermos duermen a la intemperie en la pradera del hospital. Otros 50 huyeron a través de las paredes derribadas. Al menos una decena de internos pasean desnudos. "Les ponemos ropa, pero se las quitan", asegura el administrador del centro, Josep Fritzner. De día el calor abrasa, pero de noche hace bastante frío para dormir al raso. Y no se ve ninguna manta en el psiquiátrico. "Se las dábamos, pero las partían", explica Fritzner.
Las condiciones de vida en este hospital parecen mejor que las del Mars & Line, de la capital. Aquí hay espacio para caminar, una sala de terapia donde pintar, árboles, gallinas, un generador para calentar agua con la que lavar a los enfermos, colchones y comida tres veces al día. Pero también hay muchas celdas con cerrojo y candado. En una de ellas se encuentra Gabriel Verdú, de 50 años, enfermo de esquizofrenia. "Yo estoy encerrado aquí, pero a mí me dan la llave del candado y puede salir cuando quiera", explica. "Es verdad eso", comenta Fritzner, "pero de vez en cuando se pone muy violento, empieza a dar golpes en la habitación y tenemos que inyectarle su medicación".
Los responsables del centro no saben cuánto tiempo tardarán en construirse otros pabellones o arreglarse los dañados, o en cualquier caso, cuándo dejarán los enfermos de dormir a la intemperie. "Supongo que el Gobierno hará algo en algún momento", señala Fritzner sin demasiada convicción.
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