13.02.2010 - JOSÉ ANTONIO PÉREZ TAPIAS - diputado por el psoe.Es un deber moral socorrer a quien lo necesita. Tal principio de la "ética del buen samaritano" tiene su correlato, más allá de conductas individuales, en comportamientos colectivos que también reclaman medidas políticas. En tales casos, el tránsito de lo humanitario a lo político necesita claves añadidas, tanto del mismo ámbito político como del campo jurídico. No es suficiente la sola buena voluntad y aparecen otro tipo de requisitos. A ellos, llevando las cosas a cierto extremo -a veces los hechos conducen a él-, apunta una paradójica y chocante afirmación de Raskólnikov, el atormentado personaje de Dostoievski en Crimen y castigo: "Para socorrer al prójimo es preciso empezar por tener derecho a hacerlo". En las relaciones entre lo humanitario y lo político, que no siempre son las adecuadas, máxime mediando otros intereses, si la moral debe aguijonear al derecho, también el derecho ha de venir en ayuda de la moral. Algunas situaciones dan motivos para profundizar en la cuestión.
Aún estamos bajo el impacto del terremoto que sacudió Haití el pasado 10 de enero -su destructividad ha retrotraído la memoria hasta el de Lisboa de 1755-, el cual ha provocado una intensa reacción solidaria en ciudadanos y países de todo el mundo. En el caso de España, no sólo la ciudadanía se ha volcado solidariamente, sino que el Estado, las comunidades autónomas y los ayuntamientos han hecho y seguirán haciendo un esfuerzo notable de ayuda a las víctimas y de contribución a la reconstrucción de un país asolado. Todo ello no impide que asome la problemática política que late tras la tragedia sufrida por el pueblo haitiano. Una vez más se ha hecho patente que la pobreza multiplica los efectos devastadores causados por una naturaleza inmisericorde. Las carencias estructurales de un Estado mínimamente solvente dificultan la distribución de la ayuda internacional, radicando ahí el primer reto del necesario desarrollo para salir de la postración en que vive el país desde antes de que el seísmo lo hundiera más. Las suspicacias levantadas por el abrumador envío de militares estadounidenses para imponer el orden que permitiera el despliegue humanitario, con lo que supone de militarización de la ayuda, es prueba del drama de una sociedad cuya tragedia reclama mucho más que un encomiable humanitarismoSi del pavoroso escenario haitiano volvemos al cada vez más tenso de Afganistán, nos vemos obligados a una reflexión similar. Aun poniendo entre paréntesis el desatino originario de un invasión militar para combatir torpemente el terrorismo de Al Qaeda, el caso es que la labor de fuerzas armadas en tareas de "imposición de la paz" bajo auspicios de la ONU, volcándose incluso en trabajos de infraestructuras civiles, como han hecho los soldados españoles, se ve torpedeada por una insurgencia fuertemente organizada, autofinanciada mediante el narcotráfico y muy eficaz como guerrilla que opera desde la compleja trama de una sociedad tribal. Se evidencian los límites de un humanitarismo que, si no median nuevas soluciones políticas, se verá desandando el camino que emprendió hacia objetivos ilusamente diseñadosConsiderando otros hechos cercanos, baste recordar el "caso Haidar" para levantar acta de que en torno a la activista saharaui expulsada por Marruecos de su territorio también se puso de relieve la necesidad y a la vez la insuficiencia de una respuesta humanitaria. Ella misma, con su huelga de hambre, trató de que el Gobierno español trascendiera la asistencia humanitaria que le brindaba hasta asumir un enfoque político respecto a lo que eran circunstancias no sólo penosas, sino injustas. No fue fácil salir del laberinto diplomático en que España se vio metida, máxime cuando Aminatou Haidar condensaba sobre sí la situación de un pueblo al parecer condenado a no encontrar solución política que, al menos, convierta su tragedia en un drama donde quepa la esperanza. Podríamos fijar nuestra atención sobre otros casos en los que la ayuda humanitaria que promueve o hace suya la sociedad civil reclama soluciones políticas para no quedar atrapada entre la melancolía y la desesperación. La cuestión de fondo es que si la política no asume sus compromisos específicos, los que ha de cumplir mediante los recursos de un Estado que no puede reducirse a actuar como una ONG, es ella misma la que se adentra en la impotencia, de la cual el humanitarismo, como señala el filósofo Slavoj Zizek, puede convertirse en coartada encubridora. Sería otro síntoma de la "postpolítica" que denuncia el ensayista francés Jacques Rancière como propia de un mundo en el que la economía ha impuesto sus dominios, dejando contadas vías de escape a los buenos sentimientos.
Aún estamos bajo el impacto del terremoto que sacudió Haití el pasado 10 de enero -su destructividad ha retrotraído la memoria hasta el de Lisboa de 1755-, el cual ha provocado una intensa reacción solidaria en ciudadanos y países de todo el mundo. En el caso de España, no sólo la ciudadanía se ha volcado solidariamente, sino que el Estado, las comunidades autónomas y los ayuntamientos han hecho y seguirán haciendo un esfuerzo notable de ayuda a las víctimas y de contribución a la reconstrucción de un país asolado. Todo ello no impide que asome la problemática política que late tras la tragedia sufrida por el pueblo haitiano. Una vez más se ha hecho patente que la pobreza multiplica los efectos devastadores causados por una naturaleza inmisericorde. Las carencias estructurales de un Estado mínimamente solvente dificultan la distribución de la ayuda internacional, radicando ahí el primer reto del necesario desarrollo para salir de la postración en que vive el país desde antes de que el seísmo lo hundiera más. Las suspicacias levantadas por el abrumador envío de militares estadounidenses para imponer el orden que permitiera el despliegue humanitario, con lo que supone de militarización de la ayuda, es prueba del drama de una sociedad cuya tragedia reclama mucho más que un encomiable humanitarismoSi del pavoroso escenario haitiano volvemos al cada vez más tenso de Afganistán, nos vemos obligados a una reflexión similar. Aun poniendo entre paréntesis el desatino originario de un invasión militar para combatir torpemente el terrorismo de Al Qaeda, el caso es que la labor de fuerzas armadas en tareas de "imposición de la paz" bajo auspicios de la ONU, volcándose incluso en trabajos de infraestructuras civiles, como han hecho los soldados españoles, se ve torpedeada por una insurgencia fuertemente organizada, autofinanciada mediante el narcotráfico y muy eficaz como guerrilla que opera desde la compleja trama de una sociedad tribal. Se evidencian los límites de un humanitarismo que, si no median nuevas soluciones políticas, se verá desandando el camino que emprendió hacia objetivos ilusamente diseñadosConsiderando otros hechos cercanos, baste recordar el "caso Haidar" para levantar acta de que en torno a la activista saharaui expulsada por Marruecos de su territorio también se puso de relieve la necesidad y a la vez la insuficiencia de una respuesta humanitaria. Ella misma, con su huelga de hambre, trató de que el Gobierno español trascendiera la asistencia humanitaria que le brindaba hasta asumir un enfoque político respecto a lo que eran circunstancias no sólo penosas, sino injustas. No fue fácil salir del laberinto diplomático en que España se vio metida, máxime cuando Aminatou Haidar condensaba sobre sí la situación de un pueblo al parecer condenado a no encontrar solución política que, al menos, convierta su tragedia en un drama donde quepa la esperanza. Podríamos fijar nuestra atención sobre otros casos en los que la ayuda humanitaria que promueve o hace suya la sociedad civil reclama soluciones políticas para no quedar atrapada entre la melancolía y la desesperación. La cuestión de fondo es que si la política no asume sus compromisos específicos, los que ha de cumplir mediante los recursos de un Estado que no puede reducirse a actuar como una ONG, es ella misma la que se adentra en la impotencia, de la cual el humanitarismo, como señala el filósofo Slavoj Zizek, puede convertirse en coartada encubridora. Sería otro síntoma de la "postpolítica" que denuncia el ensayista francés Jacques Rancière como propia de un mundo en el que la economía ha impuesto sus dominios, dejando contadas vías de escape a los buenos sentimientos.
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